El Maharajá
Una mañana fuimos a presenciar el desfile de personalidades que subían hacia el palacio real. Eran los invitados a la boda del Rey Alfonso de España que se iba a casar el 31 de mayo con una princesa inglesa, de nombre Victoria Eugenia.
Yo tenía dieciséis años, llevaba el pelo recogido en dos trenzas y vestía luto por la abuela.
Nos quedamos con la boca abierta cuando, en la esquina de Montera y Sol, se detuvo ante nosotros una carroza plateada con un extraño personaje. El hombre, llevaba un turbante blanco y azul sobre el que destellaba un broche en forma de pavo real y una vestimenta tan lujosa como estrafalaria. Iba cargado de joyas, era más bien corpulento, lucía una extraña barba y sus ojos se clavaban con insistencia en mi persona. Sus miradas taladrantes me hicieron temblar de los pies a la cabeza.
Dijeron quienes estaban presentes que, cuando la comitiva reanudó la marcha, la cabeza del hombre se volvió y que con el rostro girado permaneció hasta perdernos de vista. Yo me quedé cavilando para mis adentros si sería cubano o moro…
Luego supe que el personaje era ni más ni menos que Su Alteza Real el Rajá Jagatjit Singh de Kapurthala.
Yo pienso que Su Alteza se enamoró de mí en ese instante, como reza el dicho: de vista y sin palabras, que es como llega el amor verdadero.
El azar trenzó el resto. Una serie de coincidencias facilitaron el contacto y los intelectuales del Kursaal me echaron un buen capote “¡Señores, lograr que Anita llegue a casarse con ese Rajá es cuestión de Patriotismo!” recuerdo que llegó a proclamar Valle-Inclán.
Llegado el día de la boda del Rey, un anarquista lanzó una bomba a la carroza de los recién casados. Los novios salieron ilesos del atentado pero los invitados, temiendo una guerra civil, pusieron pies en polvorosa y abandonaron España.
No había pasado una semana cuando se plantó en nuestra puerta el secretario del Rajá con una carta para mi persona. En ella Su Alteza confesaba que le habían cautivado mis condiciones y me proponía casamiento. Caso de aceptar, yo debía considerar al dador de la carta como servidor mío, pues sería el encargado de conducirme a París con mi familia para arreglar la boda. Así lo hicimos.
Todo el viaje en tren me lo pasé barruntando:
¿Tanto me querrá este hombre como para hacerme marchar con los míos a un país extranjero? Irme así, en un expreso, a ver a un rey y a casarme con él, como si fuésemos novios de toda la vida… Qué sé yo si eso será amor o será lo que será…
Total, que un mes después estábamos llegando al Quai d’Orsay .
Al llegar a Francia yo ya estaba decidida a aprender lo que hiciese falta, que una reina tiene que saber cosas que las mujeres no aprenden acá…
El programa diario que el Príncipe deseaba que yo cumpliera era cansado: lección por la mañana, paseo en auto, clase de una cosa que llamaban protocolo y por la tarde repaso, baile, tenis, patinar, montar a caballo, piano, dibujo y billar, música, lecciones de geografía, varios idiomas… tenía profesores para cada cosa.
«Mañana me voy a mi país -me dijo con una tristeza muy grande-, espero que seas buena y obediente. Nada te faltará, pues tu dama de compañía tiene orden de complacerte en todo, aunque como eres tan joven, sólo el cine y pasear en auto te está permitido. Volveré para celebrar nuestro matrimonio civil».
Era la primera vez que me separaba de él. Yo creo que ya le quería un poco y me apenaba que se fuera.