La maharaní
Y regresó. Y nos casamos en la Mairie de Paris.
Mis padres estaban muy contentos y Victorita, que ya hablaba bastante bien francés, me dijo que tenía novio, un americano llamado Jorge Winans. Yo me alegré mucho por ella y pensé qué coincidencia que las dos hermanas nos hayamos enamorado de hombres extranjeros…y los dos de tan lejos.
Zarpamos de Marsella. Tras casi dos meses de travesía llegué a Bombay con mi dama de compañía, 40 baúles y una doncella andaluza. Unos días antes de la Navidad de 1907 ya estábamos en las Indias.
Mi única preocupación era imaginar qué tenía yo que hacer cuando volviese a ver al Príncipe pues estaba muy nerviosa.
Ya en Kapurthala, respiré hondo y puse pie en tierra. Me iba convertir en The Spanish Maharani.
Su Alteza dijo: «Mira a la derecha y verás la cúpula del palacio que será nuestra residencia. Es la copia de Versalles». «¿Lo habéis construido para mí?», pregunté; él sonrió: «Nunca imaginé que lo fuese a estrenar una mujer tan hermosa, pero ahora veo que tú eras la destinataria ».
El Rajá me explicó que, fruto de anteriores matrimonios, ha tenido cuatro hijos y una hija. Sus madres son las Ranís, cuatro mujeres con las que, desde que el Príncipe se enamoró de mí, no ha vuelto a tener relación alguna y que viven recluidas en el harén.
Me trajeron mi traje de novia y yo, muerta de curiosidad, observé cómo abrían el paquete. Todos lo elogiaban pero yo no veía de qué manera aquello se podía vestir, pues era solo una pieza de tela rosa fuerte sin más, eso sí, con bordados de oro y plata. Entonces me puse muy triste y me agarró la llantina. Lloré tanto que la dama de compañía tuvo que venir a consolarme. Me explicó que en las Indias el blanco es color de muerte y luto; que el color de la suerte es el rojo grosella y que la felicidad la presagian la plata y el oro. Pero yo no estaba para explicaciones. Y es que toda la vida había soñado casarme con un hermoso vestido blanco, como los de las reinas de España.
El día señalado me despertaron y empezaron a bañarme, peinarme y ponerme los atuendos y las joyas de desposada. Era completamente de noche.
Cuando terminaron y me miré en el espejo creí que era un sueño. Mi doncella al verme dijo «¡Ay, qué bonito la pusieron, señora, parece usted una virgen!», aquello me reconfortó.
Al amanecer llegó el Rajá vestido con atuendo de gran gala. Era la primera vez que lo veía con traje Sikh y armado.
Poco después la Raní extranjera se llamaba Prem Kaur de Kapurthala.
En el mes de abril, nació mi hijo. El parto fue difícil y llegaron a temer por la vida de los dos. Yo no paraba de rezar a mi Virgen de la Victoria rogando me librase de un mal fin. Le prometí un manto de ceremonia si me ayudaba. Todo se resolvió felizmente y al niño le pusimos Ajit Singh.
Así, poco a poco, me fui haciendo a mi nueva vida.
Cacerías, banquetes, fiestas y recepciones, eso eran mis ocupaciones.
Los veranos en el palacio de la montaña con mi niño y dos veces al año viajábamos a Europa.
Dieciocho años me pasé como esposa favorita de un Maharajá cuya fortuna hacía palidecer las de las casas reales europeas, señor de vidas y muertes en el pequeño reino de Kapurthala.